Para muchos padres, la tierna edad de
cambiar pañales y de noches sin dormir ha pasado. Casi sin darnos
cuenta, nuestros hijos adquieren más autonomía en sus quehaceres
diarios. Y es entonces cuando nosotros, los padres, sentimos que
podemos retomar tareas ya olvidadas, como leer un libro en el sofá
sin tener que levantarte cien veces, hacer deporte, o simplemente,
disfrutar de la tranquilidad de no tener que estar todo el santo día
vigilando a un bebé que se come todo lo que encuentra por el
suelo... Todos los padres que estamos en la puerta del cole, hemos
pasado por esto.
Pero tengo la extraña sensación, de
que el crecimiento de nuestros hijos es, a veces, es inversamente
proporcional al tiempo que les dedicamos. Es decir, cuanto más
autónomo se hace el niño, menos tiempo tendemos a dedicarles.
Total..., como ya son mayores...
En realidad, no nos damos cuenta de que
en ese intervalo que va desde que el niño entra en el cole con tres
años y la adolescencia hay sólo un puñado de años. Y es en estos
años cuando realmente educamos.
Me sorprende ver a madres leyendo
cientos de revistas y libros sobre la estimulación del feto, la
estimulación temprana del lenguaje, de su capacidad musical (para
muestra, nos valen los vídeos de Baby Einstein, ¿verdad?). Pero
estimular no es educar, aunque sí puede ser un complemento.
Para educar, los padres necesitamos
TIEMPO. Tiempo para sentarnos con ellos y explicarles cómo se hacen
las cosas; tiempo para resolver sus dudas; tiempo para escucharles;
tiempo para aconsejarles; incluso tiempo para perder el tiempo
con ellos.